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miércoles, 3 de agosto de 2011

Papalópulos Euscariotes.

Vamos a ver: Papalópulos Euscariotes, fue el menor de los mayores de todos los hijos platónicos de Aristóteles, que además de ser todos de diferentes madres, emigraron de Grecia siendo botijas estimulados por el ardiente cariño del padre y subvencionados por el Estado. No tenían nada que ver en nada con el filósofo y mucho menos con el que construía barcos. De hecho era el único que odiaba el mar y no le gustaba el campo, así que la vida era un calvario, no sabía donde radicarse y se quedó en Uruguay. Todo terminó cuando empezó a conocer a una amiga de la cuñada del vecino que se llamaba Griselda, “nada grandioso pero suficiente”, decía en el bar de la esquina “y no me pregunte más, que soy un tipo reservado”; después contaba todas las intimidades, porque era bueno para beber que daba gusto y se le aflojaba la lengua. Era lo bueno, porque con la lengua floja no se le entendía nada.

Poco después, casi diecisiete años y unos meses, se casaron sin anillos por iglesia, una ortodoxa que abrió en un cine viejo; le proyectaban la cruz en la pantalla y en vez de arroz le tiraban pop. Dicen que en realidad no querían casorio, pero fue para ganarle una apuesta a la suegra, la madre de ella que era adicta a las apuestas y el casino y según dicen las chusmas, con esa plata se fueron haciendo dedo de luna de miel al Pinar, en menguante pero luna al fin. La pasaron terrible porque los agarró el temporal de Santa Rosa y no hubo quién sacara a Griselda de debajo de la cama. Se peleaba con los perros por el escondite apenas empezaba a tronar y Papalópulos se encomendaba a todos los dioses para que no llegara una ola espantosa.

Papalópulos tenía una infinidad de sobrenombres porque era difícil de nombrar para la gente erudita del barrio y menos suerte tenía cuando se apuraban para saludarlo en bicicleta. La gente se agarraba una chinche que decidió retirarle el saludo, nunca llegaban a terminar el nombre cuando se pasaban la cuadra. Y la gente tiene su corazoncito, la gente es orgullosa y más con el extranjero. El más educadito pegaba la vuelta tres o cuatro veces, otro le encontró el yeito y se bajó de la bicicleta, lo saludó y siguió. Pero lo hizo solo una vez. El tartamudo era el más perseverante, por ser tartamudo mismo no se rendía ni mamado, así que siempre llegaba a ¡Pa… Pa…! y por ahí se quedaba trancado. El griego que se impresionaba mucho con tanta exclamación y ademanes, empezó a desconfiar y tomar idea de que tenía algo malo que no notaba. El tipo se hizo la película e hizo que pensó… “si ya no me saludan y el único que se mantiene, me dice ¡Pa…! Está clavado que algo malo tengo”. La que más sufrió las consecuencias circunstanciales fue doña Griselda, que la tenía acalambrada con tanta pregunta, le hacía mirar ratos largos debajo de las uñas, la cara y los ojos con una linterna, a ver si le encontraba algo. Llevaba gastado un dineral en pilas y nada. Un día ya casi se divorcia, cansada de que Euscariotes con su locura infinita, le interrumpiera cada dos segundos a la hora de la comedia sagrada. No había derecho. ¡Déjame tranquila Papalópulos! ¡La gran para cachimba el bagre…! ¿Y saben qué pasó? ¡Nada, que va a pasar…! Quedó quietito. Y muy paradito con la linterna en la mano le dijo: “vos no me entendes...”

Un día Griselda lo encuentra sentado, muy derechito, con cara de jodidaso, pálido para fantasma y según él, con un ataque en la membrana epitelial del leucocito izquierdo que era fulminante y crónico, pero lo peor era que ya no lo dejaba respirar. - ¿Cómo sabes eso? Le preguntó. Y con el último suspiro le dijo: - Por Internet. A Griselda le dio un ataque, después dos, después se puso nerviosa y no sabía qué hacer, así que se sentó al lado y lo miró a ver si le daba una pista, como para arrancar con algo… Cuando ya se le acabaron las ideas, atinó a servirle un vasito de caña con guinda, que era su preferido y el tipo se normalizó, pero Griselda que había pasado por una tensión espantosa, le dio por llorar a gritos y no había cristiano u ortodoxo que la hiciera parar. Al final se calmó con la comedia de las cuatro, pero pasaron la tarde entre angustias e impresiones. A los suspiros pero estables.

Después de semejante ataque espasmódico sublime inolvidable, decidió tomar medidas precisas y no se le ocurrió mejor idea que entrar a la carrera de agrimensor, que abandonó bajo carta de renuncia indeclinable en el tercer turno del primer día. Pero según les cuenta a todos con orgullo de griego, fue una experiencia increíble, “de una riqueza inconmensurable”. Ahora, mejor del leucocito, da charlas en el bar de cómo superar crisis espantosas. En la puerta puso un cartel que promociona, “Para tomar medidas precisas y filosóficas en su vida, venga a las charlas del Ingeniero Papalópulos Euscariotes, pariente lejano del Sr. Aristóteles. Cupos limitados” Se llenó de plata.



Marcelo González Calero. 2011.

En memoria de Julio Cesar Castro "Juceca"

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