sábado, 28 de noviembre de 2009
Mi libro.
Un día decidí comprar el libro. No estaba decidido ni tenía ganas, ni de leerlo ni de comprarlo. Por alguna razón y por varias, sentí la necesidad, solo eso, casi un impulso, uno de esos nacidos en un sueño no deseado, una noche cualquiera sin estrellas ni luna. Una de esas que casi no era noche, más bien la parte oscura del día.
Esperé repetir la tradición de no tener plata en el bolsillo y sostener firmemente la excusa de "no tengo plata". Se caía de obvio que yo sabía que la tenía y la falta de razones me acorralaba ante mi compromiso con la coherencia.
El viejo señor de "la" librería me "vendió" el libro, la historia, la foto y hasta una promesa.
Para él, no existía mejor libro a pesar de que me advirtió podía ser tragicómica, pero se contrarrestaba con el galardón de novela, mito, leyenda y cuento que le hacía brillar cuan clásico de la literatura europea.
No había terminado de sacar la mano del bolsillo para pagar, cuando el viejo señor, pero esta vez "de" librería, con una voz gruesa casi ronca y bajito, deja correr un comentario en formato de "toma o déjalo", para aliviar el alma cuando llegue el momento de "yo te advertí".
"Gurí, no comprés eso, son libros de viejos "chotos" que se quedaron en el Maracaná". (Punto).
Si, punto. No dijo más nada, me miró poquito como para asegurarse de que lo había escuchado, le "pegó" una mirada al Viejo de la librería de pasada y siguió rumbo a la puerta con campanita para avisar cuando entraba cliente.
¡Pucha!, todavía que tenía pocas ganas, me daban una mano. Como si me hubiera quemado la mano, lo solté en el mostrador dejando salir ese ruido a libro gordo sobre mostrador de madera.
Tragué saliva y le dije al Viejo... Voy a ver otros... te lo dejo acá. Ahora vengo.
Salí rumbo los estantes en penumbras, haciendo quejar las tablas del piso de la vieja casona de época de Tristán Narvaja. Miraba fijamente a los ojos a Napoleón, Rommel, Marx, Kant, Freud,
Fromm, Rodó, Varela, Confucio, Kafka, Zun Tsú (sin rostro), pero los veía igual.
Alguno me tenía que convencer de que no era el libro indicado.
Las caras se volvieron lomos y los libros ya no decían nada, solo había silencio y una campanita que sonaba con el viento cada vez que se golpeaba la puerta.
Un lejano tronar de tambores interrumpió mi concentración y caminé al ritmo del candombe hasta el mostrador inquisidor.
Lo llevo, lo pagué, me fui.
En la rambla leí las primeras líneas, las primeras páginas, los primeros cuentos.
Aprendí, entendí, conocí.
Era fascinante entender el porqué de la puerta de la ciudadela sin murallas, los nombres de las calles, los bares y cafés.
Me había llenado de historia. Caminar por las veredas de Montevideo era como el pasar de mis ojos por las oraciones. Todo y casi todo estaba ahí.
Pero no alcance a llegar a la terminal de Río Branco, cuando la tormenta que me amenazaba desde la rambla, se descargo con toda la furia y agua del Río de la Plata.
Llovió cual diluvio bíblico, llovió hasta que se inundo el Miguelete e inundó los asentamientos, y se desbordó el arroyo Carrasco y los basurales y se juntó con el Pantanoso y todo estaba lleno de basura y todo olía mal y el agua estaba a la altura del cuello y no todos sabían nadar. Algunos nos pudimos subir a las casas altas, otros se subieron en los hombros de otros ciudadanos, pero en su afán de respirar, la solidaridad del compañero lo ahogó bajo el agua negra.
Algunos en la desesperación sometieron a otros y la fetidez del agua causó el astío de la gente.
Todos se echaban las culpas por la basura y las aguas servidas, pero nadie quería destapar las bocas de tormenta para que el agua drenara.
Reinaba el caos y la violencia.
Yo miraba paralizado mientras el agua subía más y más. La fétida hediondez y las náuseas me llevaban al borde del desmayo cuando mis manos se aflojan y veo flotar mi libro.
Emerge con su tapa hacia arriba y entre el agua negra brilla el título en letras doradas: "Montevideo tu casa".
Mi libro estaba empapado, las letras se desteñían provocando un hilo de tinta azul que entraba por las ventanas de las casas y salía por las puertas sin pedir permiso.
Llovió y llovió hasta que el agua se purificó.
La ciudad se normalizó y mi libro se secó.
Volví a abrir mi libro, y traté de leer, pero el agua de la ciudad había llenado de basura, heces y fetidez todas las líneas. La historia había sido borroneada, la tinta era celeste claro, manchada por la sangre de los que murieron en la inundación, sobre el fondo blanco, cada vez menos común del papel.
No resistí el libro en mis manos. Lo archivé por ahí.
Era irreconocible.
Ya no lo quiero.
La única esperanza, es que algún día, se escriba una nueva edición.
Mientras tanto, mantengo el recuerdo.
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Cuento y foto: Marcelo González Calero
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