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sábado, 5 de junio de 2010

Vuelta atrás.

Juanito había heredado el negocio del padre, que a su vez el padre había heredado del padre de su mujer. Generación tras generación se había mantenido el oficio en la ciudad de Montevideo.

Todo comenzó cuando Don Julián decidió hacerle frente a la crisis, una de las tantas que vivió el Uruguay. Lo que nunca imaginó, es que su decisión duraría por tantos años.

La fábrica de calzado en la que trabajaba, cerró el 2 de mayo, justo el día después del “Día de los trabajadores”. Cuando fueron a trabajar, se encontraron todos en la calle, mirando el portón de entrada cerrado con cadena y candado.
Mientras iban llegando, Don Héctor, el portero de toda la vida, les daba el último e irónico “buen día”; esta vez desde afuera y sin sonrisa.
De la fábrica, solo quedaba el edificio silencioso, que encerraba las máquinas semejantes a bestias dormidas esperando por su dueño y el nombre en sus camisetas, bordado en el pecho, sobre el corazón.

Todos volvieron a sus casas o con sus familias. Otros viajaron al interior del país, la razón por la que permanecían en la ciudad ya no era válida.
Algunos nunca lograron salir de la periferia.

El despertador sonó a las cinco de la mañana en punto. Las campanitas del reloj a cuerda, sacudieron a Julián de los sueños pesados de un día difícil. Se sentó en la cama para no volver a dormirse y por un segundo quiso imaginar que el día anterior era fruto de un sueño perverso. La respuesta verdadera le terminó de quitar el sueño. La angustia en la garganta fue un trago seco en la mañana.

Se paró más lento que de costumbre y se puso las alpargatas que descubrió tenía al lado de la mesa de luz. Hacía frío, caminó al baño, se miró en el espejo, se enjuagó la boca, miró la ducha, pero le dio más frio. No había apuro. Fue a la cocina, llenó la caldera con agua y la puso a calentar mientras se hinchaba la Yerba. Miró la hora en el reloj de la cocina. A esa hora ya estaba saliendo al trabajo. Miró por la ventana, vio el pasto largo y la ventana despintada. Se sentó con el termo abajo del brazo y el mate en la otra mano. Miró la alpargata, estaba bigotuda. Se escuchaba el tic tac del reloj de pared. Dejó el mate y fue a buscar la radio. La quedó mirando, tenía tiempo, bastante, casi vieja. La llevó al baño. Se afeitó. Se duchó. Se vistió. Volvió a buscar el mate. Tomó el agua fría y cómo si el agua lo hubiera traicionado, miró el mate y dijo: ¡Que día de mierda!

Diez años de rutina hacían de su casa un lugar desconocido con cosas nuevas que descubrir. El día tenía más tiempo y mirar el reloj carecía de sentido. Día tras día se fue borroneando el calendario de su cabeza.

Sentía que su vida tenía que dar un giro.

Una tarde el sol cayó desapercibido, se había escondido detrás de la concentración de Julián, que para aquellas épocas no llevaba el “Don” por delante. Según decían los más viejos, eso se ganaba con el tiempo y por sobre todo, el respeto del barrio. Aquel barrio lleno de gritos de inmigrantes españoles e italianos.
Cuando ya no lograba ver donde caía el agua tibia del termo en el mate, entonces se dio cuenta del frío en las pantorrillas y que la noche lo había encontrado sentado en el frente de la casa. Se paró, estiró la espalda, inspiró el aire fresco y tiró la yerba entre las plantas, lavó el mate con el resto de agua que quedaba en el termo y sonrió.

La decisión estaba tomada, ya no trabajaría para nadie.

Al otro día se levantó temprano, se vistió prolijamente, se peinó raya al costado con el pelo mojado, dejándolo con esas particulares rayitas del peine y un color negro que hacía que la camisa blanca se viera aún más blanca. Desayunó un té con leche parado en la cocina, mordisqueó una galleta media dura del día anterior y partió decidido.

Saludó a Don Antonio, su vecino, que tomaba mate desde temprano con su mujer y el cuidadosamente pintado duende de jardín. Lo hacían rigurosamente todos los días lindos, sentados debajo del árbol que había plantado cuando comenzaron a construir la casa. Así franqueaba Antonio sus días de jubilado.

Pasó por la panadería de la esquina, compró cinco bizcochitos calentitos envueltos en papel, miró los titulares del diario entrecortados por la piedra que evitaba que se volara y siguió concentrado las diez cuadras que le faltaban para llegar a su destino.

Marita lo estaba esperando por presentimiento sentada en el living. Cuando Julián llegó, la vio en la esquinita de la ventana. Solo los separaba el pequeño portón de hierro adornado y una interminable variedad de plantas y colores de flores en todo tipo de macetas. Marita le hizo un gesto con la mano de que pasara, acompañado de una gran sonrisa.

La entrada, el abrazo, el beso en la frente y la entrega de los bizcochos, fueron parte de la misma escena.

Sentate m´hijo y pasame el platito aquel, no quiero hacer migas. Dijo Marita y en seguida: ¡Ay, están calentitos!

La conversación dio sus frutos. Estaba decidido. Luego de la consulta de rigor a la madre, ya no había vuelta atrás.

El dinero no alcanzaba para mucho, así que se resolvió por un carro de dos ruedas.
La diferencia que tenía con cualquier otro carro, era que éste estaba cerrado. Tenía una puerta doble al costado y una simple atrás.
Quería ser muy cuidadoso con la higiene. ¡Esto es cosa seria! decía siempre.

Visitó su ex compañero de la fábrica. Carlos, ahora zapatero, era nacido y criado en el Departamento de Colonia, él realizaría los contactos necesarios para conseguir el producto a buen precio y buena calidad.

El miércoles recibió el pedido. El jueves de madrugada le ganó al sol y a Don Antonio.
Empujó el carro por las calles dormidas y silenciosas de Montevideo, solo se escuchaba el ruido metálico de las llaves de su casa, colgadas en el cinturón y el “clac - cloc - clac” de las herraduras de un caballo que tiraba el carro del lechero.
Al acercarse a su destino, se escuchaban los ecos de los cajones de verdura, quejándose de los golpes que recibían al bajar de los camiones.
Esa mañana inició su idea en la esquina de la feria del barrio.

Con esmero y un resto de una lata de pintura para las ventanas, lucía a ambos lados:
“El carro de Julián – Quesos Colonia”.

Comenzó martes y jueves vendiendo en dos ferias cercanas y el resto de los días en la esquina de la plaza. Pronto el “Carro de Julián” comenzó a ser parte del paisaje e infaltable en los “mandados” de las vecinas.
De a poco se fue reencontrando con sus compañeros de la fábrica, la alegría y la sorpresa derivaba en gritos, saludos, abrazos y largas charlas que llamaban la atención al resto de los vecinos. A pesar de que estaba recién comenzando, para ellos no valía el cartel “No se fía, no insista.”

Los clientes esporádicos se fueron transformando en fijos uno a uno, los fijos en fieles y los fieles lo recomendaban.

Con el aumento de clientes, rápidamente, al queso Colonia se le sumó el Semiduro. El desafío lo propuso una vecina, aquella tarde de invierno cuando llegó caminando rápido y hablándole con un tenedor en la mano desde media cuadra. Doña Nilda quería dulce de Membrillo para los pasteles. Se había quedado sin dulce para terminarlos y los nietos estaban por llegar. Julián le hizo la propuesta de todo buen negociante. Hoy no le puedo solucionar doña, pero mañana le prometo que traigo membrillo. Los próximos pasteles son con mi dulce, dijo Julián.

Así fue. Con el dulce, llegó un pizarrón chiquito medio roto que decía con tiza blanca y buena letra:
- Queso Colonia
- Semiduro
- Rallado
Y para el martín fierro, Dulce de Membrillo. Pruebeló y después me cuenta.
Abajo y chiquitito: No se fía, no insista.

El queso rallado era un éxito los domingos con los ravioles y los 29 de cada mes. El dulce de Membrillo, los días fríos y de lluvia. El Semiduro tenía una leve mejoría los feriados.

Gran sorpresa se llevaron una mañana, doña Marta y doña Coca ante la ausencia de Julián. Con su carrito de compras y la bolsa de los mandados, creaban suposiciones firmes sobre la misteriosa deserción. Cuando estaban ya por asignarle alguna enfermedad extraña, se distingue a la distancia, una bicicleta tirando el carro. Julián había invertido en un vehículo. Ahora podría hacer pequeños repartos a domicilio.

Un día miércoles retornando a la plaza luego de un reparto, una señora le hace seña, haciéndole saber que tenía intención de comprar. Interrumpiendo su silbido folklórico, pronunció un ¡buen día señora! con su sonrisa y alegría de siempre. Estacionó su bicicleta contra el cordón de la vereda y al levantar la vista, ve por encima del hombro de la señora, una joven hermosa. Usaba un vestido blanco por la rodilla, tenía pelo castaño, largo y un rostro que lo cautivó al instante. Cuando cruzaron las miradas, ella le sonrió de manera cómplice mientras giraba para entrar a su casa. Para no quedarse con la duda de si realmente había sucedido ese episodio mágico, preguntó a la señora por el ángel y ella le respondió: Es mi hija.

Durante el mes siguiente, Julián pasó todos los días por la casa de su madre, para cortar una flor y dejársela de regalo con un trozo del mejor queso que vendía. Una cartita escrita con buena letra en la tira de papel que usaba para sacar las cuentas, renovaba la invitación a tomar un café, siempre y cuando, contara con la autorización del padre.

La conquista no surtía efecto, hasta que un día al llegar Julián para la entrega diaria, salió el padre a recibirlo y le dijo seriamente: Mire Julio, Julián o cómo se llame, no traiga más… Ya no sé qué hacer con tanto queso en la cocina, no es muy agradable el olor y mucho menos romántico.
El otro día hablé con su madre Marita y me dijo que ya no le queda ni una flor en el jardín.
Además… No me parece una buena idea lo que está haciendo. Ya está grande para cosas de gurises… Pero esa es solo mi opinión.
Aun así y contra mi voluntad, mi hija pidió que le dijera, que la única condición para aceptar la invitación a tomar un café, es que continúe sin usar el lápiz en la oreja.
Que conste que cuenta con mi autorización, solo porque conozco a su familia desde antes que Usted naciera.

Así fue. Julián y Julia se tomaron el café, se tomaron de la mano y se tomaron juramento para toda la vida.

Julián dejó los repartos, volvió a las ferias y la plaza. El jardín de Marita volvió a florecer y Julia se dedicó a vender flores junto a Julián.
El que se encargó de los repartos con el tiempo, fue Julio, su primer hijo

Al poco tiempo nació Juana, la hija y con ella, el bien ganado “Don” antes de Julián.

Juana se veía poco en la calle, a pesar de que deslumbraba su hermosura cuando pasaba con Julio rumbo a la escuela. La túnica blanca recordaba el blanco de la camisa de Julián, había heredado la misma sonrisa alegre y los ojos azules de la madre de Julia.
Con Julio en una mano y una flor en la otra para la maestra, Juana pasaba cantando y caminando a los saltos rumbo a la escuela.

Don Julián no podía estar más orgulloso de su familia.

Una mañana desayunando con Julia en la cocina, una de esas ideas impetuosas le ocupa su concentración. ¡Julia, vamos a empezar a vender dulce de leche! Afirmó.

Esa misma tarde, rodillo y pintura en mano, pintó el carro, borró el nombre y lo re bautizó: “Don Julián”. Abajo: Queso Colonia, Semiduro, Rallado, Dulce de Membrillo, Dulce de Batata y para el Martín Aquino, dulce de leche. ¡Pruebeló y después me cuenta! Abajo chiquito: “Hoy no se fía, mañana sí.”
Julia le dijo: Ya que estás pintando, no te olvides de la ventana de la cocina, está fea.

La variedad de “Don Julián” hizo buena competencia a los almacenes del barrio. Todo estaba tranquilo hasta que una tarde al llegar Julio a visitar a sus padres, los encuentra sentados frente a la casa.

Julián con el mate, Julia con el termo, ambos, con la mirada perdida.
Juana había decidido casarse. Ninguno de los tres podía creerlo. Parecía que era ayer que la veían de la mano ir a la escuela con Julio.

Julián y Julia se miraban, pero no decían nada.
Julia ya no veía donde caía el agua tibia.
Julián ya tenía los pies congelados.

Juana se casó con José en una fiesta familiar, con vino, cordero, una torta blanca como el vestido de la novia y la infaltable picada de quesos.
Dicen que esa misma noche se le vio Madre e hijo secretear un rato. Marita con ojos pícaros le tomó la mano, Julián se secó una lágrima y terminó la conversación.

Al otro día Julián y Julia compraron un boliche, en la esquina de la plaza donde él vendía. Fundaron la “Rotisería Don Julián, los mejores quesos, fiambres y dulces. ¡Pruebeló y después me cuenta!”

No llegó al año de fundada, cuando el barrio se vistió de luto dos veces. Falleció doña Marita y a la semana Don Julián de un paro cardíaco. Uno a uno todos se fueron reencontrando. El velorio de Don Julián fue un desfile interminable de vecinos y amigos. No se recordaba cuánto hacía que no se veía algo así. Visitar esos lugares dos veces en una semana por la misma familia, era algo difícil de superar.

La vida de Julia nunca volvió a ser la misma.
Cada miércoles, de todas las semanas, se vestía de blanco, arreglaba su cabello como a él le gustaba, elegía la flor más hermosa de su florería y la llevaba al cementerio.
En un florero dejaba su flor y apretada debajo de una piedra, una cartita en una tira de papel que decía:

“Si me llevas contigo, te invito un café. Tu amada.”

Julio y Juana se encargaron de la rotisería a pedido de Julia, bajo una sola condición: Que Julio nunca usara el lápiz en la oreja.
Ella se dedicó a atender la florería en la entrada y descansar un poco después de tantos años.

La “Rotisería Don Julián” funcionaba cada día mejor, pero Julia se veía cada día más apagada. La pérdida de su compañero había formado un abismo en lo cotidiano. Los desayunos nunca volvieron a ser lo mismo, el Té con leche no tenía en mismo sabor y las galletas del día anterior ya no valían la pena tostarlas. Pasar los días fue un desafío que nunca quiso afrontar. Semana tras semana, le fue restando un día de concurrencia a la florería. Pronto solo se le vio los miércoles pasar por su flor rumbo al cementerio.

Una tarde Juana y José cerraron temprano, pasaron por la panadería, compraron medio kilo de merengues, caminaron las cinco cuadras tomados de la mano y llegaron a la casa de Julia.

La encontraron regando sus plantas y arrancando los yuyos aprovechando la tierra mojada. Al verlos les regaló una gran sonrisa que bajó de intensidad con el dolor de espalda al tratar de enderezarse.

Tomaron mate juntos, comieron merengues, recorrieron el jardín, disfrutaron las flores nuevas y los entró el frío de la tarde.

Juana y José se despidieron felices, Julia recostada a la puerta no pudo contener las lágrimas al verlos juntos. Aún con la mirada borrosa, les regaló una sonrisa en respuesta a la pareja feliz.

Julia cerró la puerta, se paró frente al retrato de Julián y le dijo: Viejo, vamos a ser abuelos. 209 días después, Juanito nació en el Hospital Italiano, justo el día que en frente ponían la cruz en Boulevard Artigas. Los comentarios de los visitantes eran todos iguales. Creyentes o no, todos decían que era una señal, una bendición de Dios.

Juanito desde chiquito tuvo adoración con Julia, la casa de la abuela era toda una aventura. En ese patio y jardín fue donde se escuchó por primera vez el apodo “Juanito”. Nombrado Juan por su madre, cuando la abuela lo llamaba, de su boca salía la interminable lista de nombres: Julián, Julio, José y por último ¡Juan!, en un tono de agotamiento y desesperación por no encontrar el nombre. Juan siempre sabía que lo estaban llamando a él, desde que gritaba el primer nombre, pero la abuela siempre insistía en pasar la lista. Por esas curiosidades de la naturaleza, el nombre “Juanito” le salía de primera. Juan fue quedando para los formularios y los desconocidos, mientras que Juanito se contagiaba como gripe entre familiares y conocidos. Nadie sabía de dónde había salido esa terminación “ito”, pero él sabía perfectamente que era de la abuela “Tita” y ella sabía perfectamente que Juanito la había hecho revivir. Los malos días quedaron atrás.

Con un cajón de madera y el lápiz en la oreja, Tita vio crecer a Juanito jugando a vender quesos. Para él estaba permitido.

Pasaron los años, las túnicas blancas y las moñas azules.

El último día antes de las vacaciones, una tarde de viernes al salir del liceo, Juanito fue a comer donde lo hacía siempre. Era un pequeño restorán en la esquina de Maldonado y Martínez Trueba, lo atendía un matrimonio y colaboraba uno de los hijos en los ratos libres después de la facultad. Le recordaba mucho a la rotisería de la familia. Alberto y Nuria le recordaba a los cuentos sobre los abuelos, una pareja que pasaba las 24 horas juntos. El trabajo, la vida y el amor eran parte de la costumbre, el restorán se convirtió en su casa, las mesas en el comedor y los clientes regulares en su familia. La comida era como de la casa, los sabores y las cantidades eran familiares. Aunque no se veía, existía menú, si querías saberlo, te lo decían de memoria. Lo recomendable era siempre pedir el plato del día.

Alberto lo recibió como siempre: ¿Cómo andás m´hijo? El particular saludo terminaba de hacerle sentir en casa.
Juanito contestó: ¡ Lo de siempre maestro!
- Sientesé ingeniero. Respondió.

La corta pero cortés conversación era un clásico. No había espacio para falsos halagos. La seriedad y los títulos inventados, demostraban el respeto y el aprecio. Entre hombres machos no se necesitaba más. Luego la voz del relator de futbol llenaba el silencio y todas las miradas se dirigían al televisor.
Con su guardapolvo blanco y recostado a la mesada, comentaba el partido y servía algún whisky a los parroquianos sedientos.

De servir la comida, se encargaba la señora. Podía cambiar el menú, pero su humor era siempre igual. Ella se encargaba de la salud de los clientes. Una ensaladita siempre, el pollo a la plancha para uno y el pescado especial para otro. Nadie se hacía el “loco” con la salud.

De repente Juanito se dio cuenta que algo importantísimo se le había pasado por alto. Una rubia de ojos grises verdosos y hermoso cuerpo hasta donde dejaba ver la mesa, estaba almorzando con una amiga.
Trató de seguir comiendo pero no lograba dejar de mirarla, los ojos se escapaban con brillos juguetones, como niño a jugar a la pelota.
En una pasada de Nuria por al lado de su mesa, Juanito le pide un trozo de papel y un lápiz. Nerviosamente le escribe, dejando la comida de lado:

“Tal vez te asombre esta cartita,
no creo que me hayas visto,
pero yo sí vi tus hermosos ojos.
Me cautivó la inocencia en tu mirada,
pero quiero que sepas que sos culpable
de robarte mi corazón.
Te escribo esto porque no quise molestarte,
pero tampoco quería irme sin que lo supieras.
Ahora un poco más tranquilo, me despido.
Juan”

Juanito se levantó, pagó y pidió por favor le entregaran ese papel a la joven señalada. Se despidió, agradeció y partió convencido de que si ella era la indicada, entonces buscaría la forma de comunicarse con él. No dejar el número de su teléfono era todo un desafío al destino y la ansiedad.

Pasaron 17 días hasta que el final de las vacaciones y el hambre lo hicieron volver.
El lugar estaba igual, mismas mesas, mismos parroquianos.
Se saludaron con Alberto, que tenía una sonrisa un poco fuera de lo normal, un tanto cómplice, al parecer de Nuria.
En seguida del “hola m´hijo”, ella estira la mano al estante de las bebidas alcohólicas, pero esta vez no para servir un trago. Con caras sonrientes, ella le da un papel de cuaderno doblado en cuatro, con su nombre escrito en rojo en una de las caras.

He hecho de todo en mi vida, pero lo único que me faltaba era ser celestina, dijo Nuria.

Juanito tomó asiento en una de las mesas con vista a la calle y leyó.

Querido Juan:

Nunca me imaginé recibir esa carta. Debe ser una de las cosas más románticas que me han pasado. No dejaste número de teléfono donde llamarte, pero me encantaría conocerte. Mi número es… Juanito siguió leyendo con una sonrisa que tenía vida propia.

Besos

Leticia. Escrito con delineador

La playa Ramírez y el Parque Rodó fueron los lugares preferidos de sus citas. Ambos adoraban caminar por el parque, pero más les gustaba sentarse a mirar el mar.

A los tres meses se mudaron juntos. Casarse no era una de sus prioridades, por lo que usaron los ahorros. Juanito consiguió trabajo en una fábrica de vidrio, el sueldo no era mucho, pero lo hacía feliz y le permitía alquilar un departamento chiquito para los dos.

No tardó mucho en dar frutos el amor. Todos se fueron enterando y los mensajes de felicitaciones fueron llegando al teléfono móvil de Tita de Juana y de José.

En enero del 2001 nació en el mismo Hospital Italiano que el padre. Los familiares comenzaron a llegar. Pronto la sala se llenó de gente. El recién nacido estaba arropado sobre el pecho de la madre. Ella lo abrazaba sobreprotectoramente con un inmenso amor maternal.

Las caras felices llegaban al borde de la cama. La sorpresa intentaba deprimir la sonrisa, aunque la lucha fuera inútil. Luego el beso a la madre, que intentaba disimular la situación incómoda de verle la cara compadeciente. Un beso en la cabeza al bebé, alguna bendición que otra al oído y la sala se llenaba de flores y globos, algún oso de peluche también. La ronda se fue silenciando hasta que alguien pregunta:

- ¿Cómo se va a llamar?
- Julián, como el bisabuelo.

Pronto el amor de la madre ocupa todo el espacio y no queda lugar para nadie más que los dos contemplándose el uno al otro. Los ojos de Leticia lo examinaban una y otra vez. Los dedos lo aseguraban. Los besos lo protegían.

Juanito despidió las visitas.

En el silencio del corredor se escucha bajito: “pobrecita la criatura…” y enseguida la voz inocente de una niña: ¿Qué pasa mamá?

- Nada mi amor, nada…


Juanito y Leticia afrontaron la vida y la enfermedad con amor y en familia.
Luego de la licencia por maternidad, Leticia abandonó su empleo para cuidar a Julián, su condición requería de atención y tiempo extra.

Las vidas continuaban para todos, pero Juanito parecía volver cada día más preocupado del trabajo. La fábrica ya no daba felicidades. Las reuniones sindicales lo devolvían a altas horas de la noche, no importaba cuánto tiempo extra le dedicara al trabajo, el sueldo no se incrementaba, por el contrario, el pago se dividía cada vez en más cuotas.

No tardó mucho en sumarse el cansancio, las decepciones, el mal humor, los paros, las malas contestaciones y la falta de dinero para pagar las cuentas a fin de mes.

La situación del país empeoraba y un par de nombres nuevos comenzaron a resonar en el dormitorio de Leticia. Noche tras noche miraba preocupada el informativo abrazada a su Julián. “Peirano” pasó primero, “crisis” pasó después, pero se quedó y bien adentro.

La fábrica cerró, no hubo paro, huelga o negociación que valiera. El dominó de la crisis golpeó su trabajo y todos quedaron en la calle.

Algunos volvieron a sus casas o con sus familias. Muchos nunca lograron salir de la periferia.

Tal vez lo más difícil fue llegar a su casa con la noticia, tal vez fue superar la derrota, tal vez fue mirar a los ojos a su Julián que jugaba tan tranquilo e inocente en su mundo, sin tal vez, menos enfermo.

Salió y golpeó desesperado un par de puertas buscando ayuda, pero el desfile de los nuevos vendedores desempleados en el transporte público, le doblegaban las últimas fuerzas que le quedaban para pelear. Su situación era una más en un mar de ahogados.

Una tarde, Juanito y Leticia se sentaron en el escalón de la entrada de la pensión a tomar mate. El cansancio de un largo día y el frío, los apuraba a sentenciar. La luz traía la noche en su retirada y había que entrar a Julián. No se podían dar el lujo de gastar en remedios. Solo quedaba el dinero del despido, luego, incertidumbre.

Al otro día se levantó temprano, se vistió prolijamente, se peinó raya al costado con el pelo mojado, dejándolo con esas particulares rayitas del peine y un color negro que hacía que la camisa blanca se viera aún más blanca. Desayunó un té con leche parado en la cocina, mordisqueó una galleta media dura del día anterior y partió.

Luego de la consulta de rigor a la madre, ya no había vuelta atrás.

Estaba decidido.

autor: Marcelo González Calero. 2010.

1 comentario:

  1. felicitaciones,muy buen cuento , real,palpable, emotivo,y si pensamos un poquito todos conocemos un juan......

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