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jueves, 25 de diciembre de 2014

Hilando Vida.


Hilando Vida.
Por Marcelo González Calero.


Antes del primer llanto, Mariela estaba destinada a trabajar detrás de una máquina de coser hasta el final de sus días. Su madre se lo había jurado desde la mismísima concepción y firmado con el fuego del desprecio. La inocente niña fue el fruto de una excitación egoísta, un arranque de macho apurado y borracho, en la que debió ser una romántica noche de bodas. Comenzó con un manoseo que se transformó en forcejeo, seguido de empujones que terminaron con él durmiendo satisfecho y ella llorando con el vestido roto, encerrada en el baño y vomitando del asco que le había causado su soñada primera vez. Durante nueve meses vio crecer tanto a su vientre, como el desprecio que sentía por el padre de la criatura. Apenas pudiera, se desharía de ella. De eso estaba segura.

Mariela rompió en llanto por llegar al mundo. La madre que la parió, lloró porque no la quería tener. Ambas lloraron con razón.

-¡Es una hembrita hermosa! dijo la matrona sonriente. Le preguntó qué nombre llevaría la niña y por el padre, tratando de romper el incómodo ambiente que se percibía.

-No sé. Le respondió. ¿Tienes alguna idea…?

- ¿Del padre? Preguntó irónicamente la matrona.

-No. Del nombre. Retrucó con cara de pocas amigas.

-Nosotras ponemos nombres según el día que nacen. Ella nació un día martes, entonces puede ser Marta, María, Mariela, Marcela…

-Mariela. Respondió con seguridad. Eso fue todo. Apenas salieron del hospital, Mariela fue a su casa y Patricia a la peluquería, cuestión de que no quedaran ni rastros del parto. Los tres vivían en la Ciudad Vieja, a una cuadra de la plaza Zabala en una propiedad de dos pisos, estilo Art Nouveau. Dos ventanales con rejas elaboradas, separadas por una puerta de roble tallado y herrajes de bronce, presentaban el primer nivel. Más abajo pegadito a la vereda, había dos banderolas enrejadas que servían de mínima respiración y entrada de luz al sótano. Fue ahí donde pusieron provisoriamente a Mariela. Usted sabe, no hay nada más definitivo que lo provisorio… Era un lugar húmedo y enfermizo donde funcionaba el taller de costura y la improvisada maternidad. La Señora no quería escucharla llorar de noche. En el primer piso se habían modificado dos habitaciones para el negocio del Caballero. Vendía unas telas carísimas importadas de Inglaterra y ofrecía el servicio de sastrería en los talleres. El segundo piso estaba reservado al santísimo hogar. No dejaban subir a nadie. Había dos habitaciones, baño, cocina y comedor con la foto de “Il Duce” colgada en la pared. Después de muchos años la vine a conocer. La casa era grande y fría, como el matrimonio en realidad… Dicen que había sido fruto de un “amor increíble” que siempre soñaron, pero que nunca sucedió. Fue un arreglo muy comentado, un pacto de caballeros con el suegro y puras promesas de felicidad con Patricia. El amor llega con el tiempo, con respeto y dedicación a tu marido; le dijeron a la novia mujercita en las puertas del registro civil. Como nos decían a todas en esa época... El amor y el respeto de la Señora Patricia nunca llegó, pero la felicidad y la fidelidad prometida del marido, tampoco.

El susodicho “macho de América”, en realidad no era americano. Don Flavio era inmigrante italiano y hablaba tan mal el castellano que parecía un papagayo, pero tenía el monopolio de tirar las líneas de tiza para los trajes de los políticos y personalidades más importantes de la época. Era lo único que había traído de “la Italia”, porque vino con una mano adelante y la otra atrás. Las malas lenguas decían que escapando. Durante muchos años lo único que conocía Mariela de Don Flavio, eran los gritos de ¡Madonna Santa!, ¡Oh Dio! y ¡Porca miseria! que retumbaban entre los altos techos y los pisos de madera. Nunca un Marielita que generara cariño… Por lo menos para llevar con más ánimo la verruga marrón que le heredó su padre en la nariz, pobre criatura. La verdad, entre nosotras, que a los dos parecía no importarles mucho su hija… Lilita nunca le dijo mamá. Siempre la llamó Señora Patricia, como nosotras.

¡Qué bonito el medallón que tienes colgado! Hace muchos años vi uno igual. Si no era igual, era muy parecido… Pero Yo veo cada vez menos… Sigo el cuento porque si no me olvido.

Esta nena Mariela, fue criada por las empleadas costureras, a quienes llamaba “Tías” y ella recibió el más cariñoso apodo de “Lilita”. Cuando llegó, todas gritaban ¡Es una bendición! ¡Una angelita! El viejo sótano se llenó de vida y brindaron con té y alguna otra cosita espirituosa que siempre había.

Sus seis primeros años no fueron mucho más que ver pasar por lo alto, zapatos caminando con media pierna entre las banderolas del sótano. De día vivía entre el ruido de las máquinas de coser, el humo del cigarrillo, los cuentos de solteronas, los retazos de tela y los boleros de la radio. De tarde algún paseo corto a la plaza, con nombre de caramelo, decía ella. Mirando fue aprendiendo a coser a máquina. Un día de Reyes la Señora Patricia trajo una para ella. Su primera hechura fue la túnica para la escuela; blanca como una novia para ir a la iglesia. Preciosa.

En su primer día de clases, sintió que la rutina de su corta vida, pronto terminaría. Estaba encantada con sus compañeras, con el Maestro y los cuentos sobre lo que aprenderían el resto del año. Llegó a su casa ansiosa de compartir con sus tías el día perfecto que había tenido. Entró al comercio buscándome, subió las escaleras, dejó el portafolio y al pasar por la puerta, vio a la Señora Patricia dormida en la silla de vaivén, junto a la ventana y la jaula de su canario. Le llamó la atención la posición incómoda de su cabeza. Un grito desesperado atravesó verticalmente la casona. Las máquinas de coser se detuvieron. La radio quedó en silencio. La casa mantuvo el aliento. El pájaro chilló de forma estridente una vez y todas presentimos la desgracia. El corazón de la Señora Patricia, estaba tan lleno de penas y pastillas, que no quedó espacio para la vida. Así finalizó el matrimonio. Hasta que la muerte los separó nomás…


El desfile de vecinos acongojados era interminable. ¡Tan joven…! Con una niña… Decían ¡Qué desgracia! Repetían. Flavio maldecía el desgraciado destino que le había tocado, mientras se preguntaba en voz alta qué haría él sólo con una hija pequeña.

Las tías susurraban ¡Qué desdichada! ¡Qué vida miserable! Que su alma vuele en paz…

Lilita, desconcertada entre aquel ritual adulto, escuchaba todo lo que se decía, haciéndole recordar las palabras de su madre acerca del destino. Decía que su canarito era como las mujeres, animales destinados a cantar por el pan y por el agua y que su casa, algún día se convertiría en su cárcel, como lo fue para ella. Lilita abrió la puerta de la jaula y dejó volar al canarito por la ventana. Se sintió liberada del pájaro de mal agüero.

Ese día el comercio cerró sus puertas por duelo. El Señor Flavio comenzó a descorchar botellas de vino para ahogar el dolor. El tocadiscos sonaba día y noche con esos llantos italianos. Nunca abandonó el segundo piso, ni cambió sus pantalones negros con tiradores, ni la camisa blanca o sus pantuflas favoritas, que se calzaba religiosamente para escuchar las noticias en la radio. Se dormía todas las noches en la mecedora donde había fallecido su mujer, hamacando la borrachera hedionda que retocaba cada mañana para que durara hasta el próximo sueño. Tenía la esperanza que Benito triunfara pronto para volver a Italia y terminar asuntos que desconozco.

Abril del 45 pintaba ser un mes gris parejito, cuando un día la radio le cortó un sorbo largo de vino. -Informamos que a las 16 horas y 10 minutos del día de hoy, en la Provincia de Como, Lombardía, fue ejecutado por la resistencia comunista, el dictador Benito Amilcare Andrea Mussolini, conocido popularmente como “Il Duce”… Andrea se llamaba este señor… ¿Raro verdad?

No se ría… Fue cosa seria. Don Flavio escuchó atentamente la noticia. Apagó la radio, se puso el saco, cargó el tambor de su revólver con una bala .44, brindó frente a la foto parado durito y se disparó en la sien mirándolo a los ojos. La estampida retumbó en las edificaciones de la manzana. El vecino le gritó ¡fascista! por la ventana. El tocadiscos siguió tocando. Las palomas de la plaza volaron, dieron dos vueltas al monumento y continuaron comiendo. Eso fue todo para Don Flavio. Los hechos nunca adquirieron carácter de tragedia. Algunos dicen que fue por sus ideas políticas, que no recogía simpatía, otros porque los múltiples deudores se ahorraron los pagos. Yo creo en la segunda.

Lilita revivía el proceso mientras recordaba las palabras de su madre. Sentía que la casa vacía, finalmente se había convertido en su jaula. Estaba encerrada entre los recuerdos, las penas y el destino miserable. La escuchaba en su cabeza diciendo: Yo te dije…

Pero Doña Patricia no vivió para tal satisfacción. La situación impuso serias reformas en la vieja casa y en la nueva familia en que nos habíamos transformado. El negocio no resistió la desaparición física del sastre, pero mucho menos la de los deudores. Se vendieron las bobinas que restaban y se cerraron las puertas para siempre. La casa se dividió en tres. El segundo piso se convirtió en apartamento independiente y se alquiló a una familia del interior, de Paso de los Toros para ser precisa. Con eso sacamos algunos vintenes. En el sótano se mantuvo el taller de costura para arreglos y confecciones, pero con menos máquinas. Entre todas acondicionamos el depósito y le hicimos un cuartito a Lilita, con un “Primus” y todo. El cambio parecía funcionar mínimamente bien, cuando una visita inesperada puso en jaque nuevamente el orden económico. El Doctor Adriano Simonetti, en representación de la empresa funeraria, se apersonó una mañana para reclamar deudas generadas en los dos sepelios. El plazo de pago de 30 días era estricto e impostergable, de lo contrario se procedería a la ejecución del inmueble. Durante una semana, en el taller sólo se escucharon las máquinas de coser. Nadie habló de la angustia que reinaba. Mariela hilvanaba los dobladillos con ideas, trabajaba y pensaba sin descanso buscando una solución.

Las Tías viejas a modo de consuelo realista le decían: “la que nace para perra, muere ladrando…” Fue terminar de hablar y sonó la puerta. ¡Soy Yo m´hija! ¡Abríme! El inquilino del segundo piso quería hablar con Lilita. Me acuerdo textual lo que le dijo: -M´hija disculpa la molestia, pero vos sabés que saqué el cuadro del militar ese que estaba colgado en el comedor y detrás había un hueco. Ahí había una virgencita y esta caja que dice Flavio. Me imaginé que era de tu finado padre, que en paz descanse, así que te la traje enseguida.

Ante la mirada atenta de todas nosotras, Mariela abrió la caja. Había una carta y unas monedas. La hoja doblada cuidadosamente, estaba escrita de puño y letra por Don Flavio, con instrucciones que no vienen al caso.

Don Flavio había dejado unas Libras Esterlinas escondidas, eran unas monedas de oro puro. Pensamos que serían para Marielita cuando se casara. Para un padre, el casamiento de la única hija es un evento importantísimo. Pero en seguida las viejas dijeron “Uno propone y Dios dispone”. Las monedas fueron derechitas a saldar las deudas que había dejado la muerte con la funeraria. Apenas unos pocos pesos sobraron para Lilita, pero lograron ahuyentar a los doctores de negro, como les decía ella. A la virgen, la puso en la jaula vacía y le cerró la puerta con candado. Era la primera vez en mi vida que veía una virgen adentro de una jaula. Dios me perdone. Nos impactaba un poco, pero nadie le dijo nada sobre el tema. Pobrecita…

El aire volvió a entrar por las banderolas del sótano, las máquinas a latir nuevamente su taquicardia, la radio a difundir sus boleros y las conversaciones a montarse unas sobre las otras como los encargos terminados. Mariela volvió a clases en las mañanas y a trabajar en las tardes. Le llevó más tiempo del necesario avanzar de curso debido a la mala salud respiratoria.

En un abrir y cerrar de ojos, finalizó su niñez y se descubrió señorita. Bueno, eso con la ayuda de un comentario, más bien un grito desubicado que la llamó ¡Sophia! por Loren, la actriz, dejándola convencida que los hombres tenían el poder de ver a través de la ropa. Lilita tenía lo suyo, heredado de Doña Patricia. Pero fíjese las vueltas de la vida, ahora le voy a contar con quién se terminó casando. Dicho mozuelo, resultó ser el hijo del matrimonio que vivía en el segundo piso, el hijo del que le trajo la caja ¿se acuerda? Hasta donde yo sé, era una familia descendiente de españoles, nacidos todos en Paso de los Toros. Los padres vinieron a Montevideo por trabajo, pero decidieron 
retornar después de que a él, lo despidieran del frigorífico Swift. Su único hijo, Manuel, se quedó a terminar el último año de Abogacía. No le servía volverse y se quedó viviendo en el apartamento. Un día bajó muy apurado con el pantalón en la mano porque se le había roto el dobladillo y tenía que ir a tribunales. Lo atendió Lilita y se lo solucionó rápidamente, aunque ella no sentía simpatía por los doctores de negro. Mientras se probaba el largo del dobladillo, le preguntó si podía invitarla a tomar un helado a modo de agradecimiento. Que había una heladería muy linda en la plaza Libertad. Le confesó que a razón de su torpeza y apuro cotidiano, no se había percatado de semejante belleza. Me recuerda a una actriz famosa… ¿Sabe de quién le hablo? le dijo el mocito atrevido. Ella lo pinchó con la aguja. -Es el apuro. Respondió haciéndose la desentendida. Pero el flechazo había dado en el blanco. Tres meses después, juntaron los ahorros de Manuel y las monedas de Mariela y se casaron felizmente. Se fueron de luna de miel a La Floresta y a la vuelta se mudaron juntos al segundo piso.

Lo bueno duró poco. La salud de Lilita se fue deteriorando con el pasar de los años. Los problemas respiratorios la mantenían muy débil. Se había convertido en un alma en pena que se trasladaba de la cama al taller y del taller a la cama. Por lo menos dentro de lo malo, se le vio más feliz durante el embarazo. Tenía mucha esperanza de que fuera un varoncito, que le gustara la sastrería como a su padre y reflotara la empresa cerrada por la tragedia.

Dio a luz un día martes de luna llena, en un parto complicado que la dejó muy cansada. Fue una hembrita regordeta que bautizó como Manuela; mitad por la tradición de las nacidas el día martes y mitad por el marido. En realidad como querían un varón ya le habían elegido el nombre Manuel. Fue fácil el arreglo.

Cómo es la vida fíjese… La vio crecer un año no más. Una tarde de invierno la parca la agarró trabajando en la máquina y se la llevó para el otro lado sin aviso. Como le había jurado la madre. El pobre hombre, ahora viudo, flaco y con una criatura tan chica, armó dos valijas como pudo y se fue para el campo. Creo que a Paso de los Toros con los padres. Las Tías viejas ya no aguantaron tanta tragedia y se marcharon de a poco.

La casa era una desolación. El silencio reinante daba miedo en las noches. Sólo competía con el crujir de las viejas tablas sin pasos y mi chiflido asmático, consecuencia de tantos años encerrada en ese taller de porquería que me llevó la vida.

Dejé la costura cuando me fui de esa casa. Fui la última en llegar y la última en irme. Me dediqué a hilar lana y tejer y tejer y tejer para afuera… Con cada ovillo de lana que saco, pienso cómo es la vida de enredada, Yo dándole vueltas y vueltas a esta rueca… ¿para qué? Desenredando vellones para hacer una sola hebra y después volver a tejerla y enredarla nuevamente. Cada tanto tejo algún saquito que me abrigue estos huesos viejos y de tarde me hamaco en la mecedora, mirando por la ventana la gente pasar. Ahora ya no sólo les veo los pies, los veo completos, de arriba, como desde el cielo, para donde vamos todos, cuando nos volamos de esta jaula.

Yo soy la última tía viva, las otras se fueron olvidando de respirar. Que en paz descansen.

Son cuentos tristes, historias de una vieja memoriosa, de muchos años de trabajo y convivencia con compañeras entrañables.

-Pero no diga eso Tía... La interrumpió amablemente la joven visitante. Yo quería escuchar la historia que mi abuelo no conocía por completo. Disculpe que no se lo haya mencionado antes. Yo soy Matilda, la hija de Manuela. Nací un día martes también, en Paso de los Toros. Soy Abogada, como mi abuelo y me mudé cerquita por razones de trabajo. Hace tiempo que pensaba venir a conocerla y hoy finalmente me animé.

Mire, Yo quería pedirle un favor antes de viajar a Italia…

La tía subió lentamente la mirada. Los ojos marrones sagaces y desconfiados, entre arrugas sabias y cansadas, se detuvieron en el medallón, antes de mirar a Matilda a los ojos. Tragó la emoción que ya de vieja no se permitía y le dijo:

-Decime Matilda, ¿qué necesitas?

¿Usted tiene la carta que dejó Don Flavio en la caja?

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