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viernes, 6 de mayo de 2011

El sueño de Don Héctor.

De los primeros pobladores de la zona, mi familia y yo fuimos de los últimos, creo que después de nosotros, todas las otras familias que fueron llegando pertenecían al grupo de “gente nueva”. Nos mudamos a una casa que ya existía, una de las primeras construidas, que según dicen era una fábrica de baldosas, la explicación de porqué las veredas estaban hechas de baldosas diferentes, como de cada pueblo un paisano, serían las que sobraban de las partidas y no se vendían, supongo…

Estábamos muy cerca de Montevideo, pero parecía el medio del campo, no pasaban autos, no pasaba gente, no pasaba nada.

Poco a poco fuimos conociendo a los vecinos, Doña “Chicha” y su marido, una pareja mayor que había venido desde el Departamento de Rocha, del Camino del Indio, años atrás “antes de que vos nacieras” decía. A su marido lo vi dos veces de lejos, luego enfermó y falleció. No tuve la suerte de conocerlo, pero nos dejó a todos el nombre de la calle, “Los Sauces”. Si van ahora no los van a encontrar porque un día vinieron a realizar obras de la Intendencia y cortaron todo, parece, con el correr de los años que fue porque sí, nunca tuvo sentido y nada plantaron, ahora solo queda el nombre y la historia, pero Doña Chicha siempre recuerda los árboles de su finado marido.

Al otro lado el “Chito”, más allá un obrero de la construcción, que gustaba de pasar por el bar los días de cobro y osaba volver en bicicleta por aquellas calles oscuras que ni soñaban ver alumbrado público. Más de una vez se le acortaba la calle y salía medio mojado con bicicleta y todo de las canaletas de desagüe a los lados del camino. De niño me causaba gracia, no entendía mucho que le pasaba, yo andaba en bicicleta y no me pasaba eso… A los adultos no les causaba mucha gracia.

Al fondo una familia, una pareja mayor con una sola hija; recuerdo hasta el día de hoy que los sábados mientras jugábamos con mi hermano en el fondo, aparecía por sobre el muro lindero subido a no sé qué, y nos regalaba una bolsa de supermercado llena de limones de los árboles que tenía. Pocas veces más vi árboles con tantos limones como aquellos. Falleció hace varios años, pero todavía me parece ver la cabeza salir de atrás del muro.

Vecino de él, vivía una familia, un matrimonio casados en segundas nupcias y dos hijos, más grandes que yo, que abrieron un almacén luego de que cerrara el único que existía cuando nos mudamos. De esta familia les voy a contar más adelante.

El viejo almacén, quedaba a cuatro cuadras de mi casa, estaba casi sobre el monte del lago y funcionaba en su domicilio, en lo que sería el living. Allí había un mostrador de madera oscura por los años, con unos carameleros de vidrio agrupados de a cuatro, de la época de mis padres, según decían; al fondo estantes con algunos pocos comestibles, latas, arroz, fideos, harina, yerba, azúcar, los infaltables cigarros y tabaco para armar y no mucho más, era bien básico y caro. Mucho más no veía por mi altura. Había una heladera vieja que casi nunca tenía leche y el pan que estaba en un estante, tenías que revisarlo, porque era común encontrar las puntas “coquitos” comidos por los ratones. Eso era todo un problema, porque además de que había que reclamarlo para que lo cambiara, el gordo cincuentón malhumorado, siempre decía que era porque se golpeaba la punta cuando los ponía en el estante. Pero no, las rayitas de los dos dientes estaban claras. Nadie hablaba del Hanta en esa época. Al final lo cambiaba de mala gana, pero se lo vendía a otro, porque lo dejaba en el estante.

Así volvíamos a casa con los “mandados” y comiendo el coquito del pan, que para la hora de la merienda siempre teníamos hambre después de un largo día de juegos por los bañados y montes de alrededor. Esa maña estaba permitida, porque lo de “llenarse con pan” estaba prohibido, decían que después no comíamos la comida. Mentira, siempre repetíamos.

Al salir cruzábamos la cancha de futbol del barrio. Tenía un solo arco de palos de eucalipto y la mitad se inundaba cuando llovía; tanto que una de las puntas era como un bañado miniatura. Pero era suficiente para jugar algún partido. Ahora hay una cooperativa con decenas de viviendas. Para mí, esos son los nuevos vecinos, la gente nueva, no conozco a nadie.

Un día ese almacén cerró y hubo una crisis en el barrio. Era el único tema de conversación, ya que había que “viajar” prácticamente para hacer compras básicas y nadie tenía automóvil. El que se manejaba mejor tenía moto, pero serían uno o dos, y eran esas Hondas 50cc, las “honditas 50”, con más años que la injusticia.

Pasaron unos meses hasta que abrió el nuevo almacén.

“La Granjita” se llamó, lo atendía el matrimonio que les conté, fue un suceso en el barrio; del otro lugar nadie sabía nada, solo quedó el “pegotín” de la propaganda de “Rollito de Van Dam” y “Tico Tico” de Pernigotti.

Así conocí a Don Héctor, recibiendo a los nuevos clientes. El nuevo almacén del barrio, parecía de un nuevo mundo, estaba pintado e iluminado y vendían fruta y verdura. Era como un hipermercado en comparación. Con las sucesivas visitas fuimos conociendo a este señor, muy respetuoso, de ojos grises, pelo castaño más bien rubio, alto, como de un metro noventa, robusto y manos grandes de esas que demuestran historia de trabajo. Así recuerdo a Héctor, siempre te regalaba una sonrisa de dientes blancos, pero no hablaba mucho, era muy tímido, cosa rara para alguien que trabaja con público, pero la señora era lo opuesto, solo bastaba decir ¡Buen Día! y tenías asegurado una hora de conversación unilateral sin comerciales, era increíble. Cuando esto sucedía y estaba Héctor presente, él solo se limitaba a mirar, escuchar y asentar con la cabeza, solo interrumpiendo su respeto para atender a otro cliente que esperaba, porque la cajera estaba conversando muy apasionadamente. Luego seguía en silencio. Ella conversaba, preguntaba y se respondía, mientras intercalaba todos los cuentos y “chusmeríos” de los vecinos. Para escapar de la conversación, había que salir de un salto por la puerta cubierta de cintas plásticas de colores, para ahuyentar las moscas, con cuidado de no pisar el perro que dormía en la entrada, esquivar la bicicleta tirada de algún gurí y embocarle al puentecito sobre la zanja. Si lograbas eso, estabas salvado.

Pero cuando atendía Héctor se podía dialogar, y nos contaba que él había trabajado en la arenera Calcagno, de hecho parece que con la plata del despido, cuando cierra la empresa, es que abre el almacén. Tenía fascinación con el lago, el lago donde había trabajado 20 años, que estaba a dos cuadras de su casa, que le regalaba las tardes de mate, de pesca y de reflexión oriental.

Con mi hermano por el 2001 comenzamos a entrenar en Remo clásico, en los entrañables singles finos y largos que surcaban las aguas como filo de cuchillo, disfrutamos las tardes cruzando el lago, dejando atrás los pequeños remolinos de los remos que entraban y salían del agua como sin querer molestar, fueron tiempos hermosos que nos regaló el lago y el poco tiempo que duró la presencia del Club Nacional de Remo. Al igual que nuestra pasión, los ojos claros de Héctor se iluminaron cuando le contamos. Parecía que revivía con cada palabra, con cada cuento, con cada competencia. Decía que era su sueño y que los recuerdos más felices eran cuando en una vieja lancha sin motor, salía a dar una vuelta por el lago, con unos pesados remos de madera, de bote de pescador. ¡Qué bien que lo pasaba! Decía siempre, añorando volver a remar. No hablaba mucho más, pero se le notaba en los ojos que él seguía pensando, recordando, dando un cortito viaje hasta el lago, hasta el recuerdo. Parecía que quería volver a la niñez, subirse a la bicicleta y salir con nosotros hasta el lago, y remar, remar, libre, tranquilo y en paz.

Las compras en el almacén se transformaron en recreos, eran los momentos para salir de atrás de la caja registradora y soñar, yo creo que con ser libre. Decía que la vida era perversa porque antes no podía salir porque no tenía plata y ahora que tiene unos pesos, es esclavo del negocio. Igual un día se escapó hasta el lago y nos vio remar desde la otra orilla. Contaba orgulloso que nos había visto.

Un día el obrero, ya capataz, se fue de la casa; nunca más lo vi. En el quincho quedó la mujer, el hijo mayor y dos hermanos mellizos. La mujer salió al mundo como liberada de una prisión. Comenzó a frecuentar el almacén y entabló una relación de amistad con la mujer de Héctor. Cada vez más apegada, cada vez más permanente. Con el correr del tiempo pasó a estar de día en el comercio y de noche en la casa. La mujer fascinada; Héctor solo dijo: “esta mujer está destrozando el matrimonio”.

La situación pareció ir empeorando y Héctor parecía sonreír solo cuando lo visitábamos.

Un día la cara de mamá decía que algo había pasado. “Dicen que Héctor se suicidó de un tiro en la cabeza en la orilla del lago”. Nunca más me olvido.

No podía ser, no podía creerlo. Solo por esas cosas del destino no fui yo el que lo encontró, siempre iba al lago a pescar, a cazar, a pasear. Pero esa mañana lo encontró un pescador, ya sin vida. Fui enseguida al almacén a ver la señora. Ella contó todo, pero nunca demostró tristeza, lo contaba enojada, y terminó diciendo “fue un cobarde”.

Nunca más fui a la Granjita, nunca más quise ver a la mujer, nunca asumí que Don Héctor había fallecido. No sé por qué. No lo conocía mucho, solo por esas pocas cosas que contó, habló poco, pero tal vez esas sonrisas, la mirada nostálgica, el sueño de volver a esos tiempo que añoraba y el cariño con el que conversamos, hizo que nos conociéramos pero por la pasión en común.

Tal vez ahora se sienta libre y pueda remar tranquilo, en paz y sonriente por el lago de Calcagno.

En memoria de Héctor.

QEPD.


Marcelo González Calero. 2011.

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